Si ya nos cuesta ayudarnos a nosotros mismos cuanto tenemos un problema, cuanto más si se trata de prestarle apoyo a un ser querido. Con bastante frecuencia me encuentro la escena en consulta de familiares de pacientes que vienen no solo a acompañarlos, sino a pedir consejo de cómo pueden ayudarles a sentirse mejor. Pues bien, aunque puedan parecer recomendaciones manidas o tópicos, lo cierto es que son tremendamente útiles en el arte de consolar. Comenzamos por lo más evidente: cuando alguien está sufriendo

El paso uno es escuchar. Tendemos erróneamente a pensar que es más importante aconsejar o resolver problemas, cuando lo primero que tenemos que hacer es permitir que la persona afligida se desahoge. El simple hecho de escuchar al afectado tiene un efecto terapéutico.

Paso dos: no asustarse frente al dolor. Todos hemos llorado alguna o muchas veces en nuestra vida y no ha sido el final de nada. Sin embargo, la estrategia más usada por la población general es intentar evitar a toda costa que la persona que queremos sufra o llore. Frases del tipo “no llores, no te preocupes, anímate, hay cosas peores, no tiene tanta importancia” funcionan como tapones emocionales. Sin darnos cuenta, transmiten el mensaje de “no está permitido estar mal”, de manera que, la persona a la que tratamos de ayudar pasa de tener un problema (el que ya trae) a tener dos (tener que disimular o bloquear sus emociones porque no son comprendidas). Cuando alguien tiene ganas de vomitar, ¿se le ocurriría ponerle la mano en la boca para evitar que eche fuera lo que le ha sentado mal? Pues lo mismo ocurre con las emociones.

Paso tres: sostener los silencios. Al igual que mostramos intolerancia frente al dolor, parece que los silencios nos inquietan sobremanera y tratamos de evitarlos a toda costa. Sin embargo, el silencio tiene una función reparadora. La mente tiende a acelerarse en los momentos difíciles, y el número de pensamientos que procesamos por minuto se duplica, con el correspondiente agotamiento.

Como si de una maratón se tratase, la forma de reponerse de tal alboroto es: descansar. Y ese descanso viene en forma de silencio. Irrumpirlo con palabras es volver a poner en funcionamiento una mente que ya de por sí está sobrecargada.

Paso cuatro, preguntar: por muy doctos en la materia que nos consideremos, nadie sabe más de sí mismo que uno mismo. Decirle a la persona lo que tiene que hacer es mucho menos eficaz que preguntarle ¿qué le gustaría hacer? ¿cómo piensa afrontar el problema? o ¿de qué forma cree que podría sufrir algo menos?. Su relato nos dará pistas de sus soluciones (que no las nuestras) y a partir de ellas será más fácil ayudarle a elaborar una salida.

Psicóloga en Cáceres y Salamanca. Aurora Gardeta.