Se ha comparado muchas veces a la memoria humana con un ordenador, esto es, un procesador de información que recibe input (entrada de información) que se almacena en diferentes “archivos” como carpetas de almacenaje ordenadas bajo un criterio lógico. Después, cuando necesitamos algo de esa información accedemos a ella y a menos que haya algún problema técnico que impida recuperarla, voilá: lista para ser utilizada.

Pues ahora imaginen que ese “ordenador” decide por usted qué información es importante,  la modifica sin su permiso, organiza los datos bajo su propio criterio y de manera aleatoria, y usted se ve obligado a buscar en los lugares más recónditos para rescatarla. O peor aún, que le permite el acceso una y otra vez a información que usted mismo desea borrar porque le resulta embarazosa, inútil o dolorosa. Si compra un ordenador de esas características tardaría poco tiempo en desecharlo, devolverlo, o tirarlo por la ventana.

Pues así se las gasta nuestra memoria, todo el tiempo y sin remedio alguno. Una de las jugarretas que suele hacernos se la debemos a la llamada memoria a corto plazo, que a diferencia de la memoria a largo plazo (ilimitada y con permanencia de por vida) tiene una duración de como mucho un minuto y capacidad para pocos datos. Tan pocos que cuando la saturamos de información nos quedamos en blanco.

Por ejemplo, estamos en una habitación y queremos ir a otra a por alguna cosa, y de camino a por ella (escaso recorrido entre habitaciones de nuestra casa) resulta que no somos capaces de recordar qué era lo que pretendíamos. ¿Por qué? Pues porque es tan sensible a la distracción que el simple hecho de escuchar algo en la radio, o de acordarnos del final de la serie de ayer puede interferir tanto que llega a desplazar el cometido actual al cajón del olvido. Pero si es tan frágil, ¿cómo podemos estar activos, haciendo nuestras tareas cotidianas sin saturarnos?. Afortunadamente contamos con la memoria a largo plazo, conectada a la  memoria a corto, que tiene una capacidad infinitamente mayor de albergar contenido.

Y puesto que la memoria a largo plazo es la hermana mayor, ¿cómo podemos transferirle contenidos para que los retenga? La repetición es una de las formas. Como cuando tenemos que recordar un número de teléfono y lo decimos en voz alta una y otra vez hasta llegar al papel donde lo podamos apuntar.

Sin embargo la repetición no es suficiente para que un recuerdo quede accesible en nuestra memoria, aunque los expertos en el tema afirmen que todo queda registrado aunque no podamos recuperarlo. Para que un recuerdo se grabe tiene que pasar 3 fases: la primera, la codificación, esto es, por mucho que en nuestra memoria tengamos todos los números almacenados, codificarlo significa ponerle la etiqueta a una secuencia concreta, a esa combinación específica de números que corresponde a un teléfono. Pero además tiene que registrarse en nuestro hipocampo, la parte del cerebro encargada de archivar la información. Y por último, tienen que ser recuperados. Y estas dos últimas fases dependen de infinidad de cuestiones. Sabemos que una de ellas es la parte emocional, es decir, la importancia que tiene para nosotros ese dato.

Hay acontecimientos, fechas, detalles, que sin repetirlos, quedan almacenados y al contrario, que por mucho que nos empeñemos, no se guardan. Así podemos olvidarnos del nombre de una persona que conocimos ayer y sin embargo recordar con absoluta claridad  la fecha en la que aprobamos una plaza de funcionario hace 20 años.

Otro de los factores tremendamente potentes a la hora de favorecer el almacenamiento de una información es su propio contexto. Somos más capaces de recordar una información vivida estando en el mismo lugar en la que la procesamos que en otro sitio diferente, lo que llamamos recuerdos autobiográficos o episódicos. Pero también tenemos recuerdos semánticos, esto es, información memorizada sin contexto. Que usted se acuerde que Bruselas es la capital de Bélgica aunque no recuerde la clase de geografía en la que lo aprendió es un recuerdo semántico. Sin embargo el que usted se acuerde de la anécdota en la que se confundió de metro en ese lugar es un recuerdo episódico. Y por último, están los recuerdos  procedimentales, aquellos que no necesitamos recordar conscientemente sino que son automáticos, como es el caso de las  habilidades (para conducir, para montar en bici, para leer).

Por mucho que se sepa sobre el tema de la memoria, la ingente cantidad de información que alberga tiene una peculiar lógica que escapa a nuestro dominio y voluntad y esa especie de ordenador que albergamos en nuestra cabeza  parece tener unas leyes de funcionamiento apenas desveladas.

Psicóloga en Cáceres y Salamanca. Aurora Gardeta.