Hacía mucho que sin quererlo la eché de mi vida. No sé cuándo ni en qué momento, pero lo hice. Ya no había sitio para ella. Solo estaban el trabajo, los problemas, las preocupaciones y cualquiera de esas cosas me parecía más importante.

Se convirtió en mi eterno después: después de la oficina, después de solucionar aquello, después de que acabe el día, después de atender esta llamada, después del reloj, después de mañana. Y nunca llegaba su momento.

Me dejé llevar por la desidia, me tumbé en el colchón de la rutina y tardé en despertarme. Pasó el tiempo y me acostumbré a su ausencia como el que se acostumbra a la china de su zapato. Tanto me alejé que casi olvido su nombre y cómo me sentía a su lado. Ya ni si quiera la  echaba de menos, no tenía tiempo ni para eso.

Decidí seguir adelante, como otras veces lo había hecho, sin mirar a los lados, creyendo que miraba al frente, pero ya nada tenía sentido. Todo había cambiado, yo no era el mismo y me resistía a admitirlo, hasta que por fin quise recuperarla, pero ¿por dónde empezar?.

No sabía ni cómo ni dónde encontrarla. Lo intenté todo. Creí que buscándola en cada rincón  un buen día volvería a aparecer. Pero me equivoqué. No se trataba de buscarla a ella sino a mí, y esa sería la única forma de que volviera a mi lado, de donde nunca debió irse.

Ahora que has vuelto y después de haberte perdido, sé cuánto te necesito y puedo decir en voz alta y con letras mayúsculas que pienso cuidarte, que no volveré a abandonarte, mi amada TRANQULIDAD.

 

 

A Carmen C.S., la musa de tantos artículos.

Psicóloga en Cáceres y Salmanca. Aurora Gardeta.