Nos vieron nacer, nos alimentaron con amor, nos levantaron del suelo tras dar los inciertos primeros pasos,  tradujeron nuestros balbuceos en peticiones, nos protegieron de los peligros, y ahora que ya comemos, caminamos, hablamos y pensamos solos, ¿qué lugar ocupan?

Una parte importante de los adolescentes que acuden a consulta, sienten que sobreviven a la persecución de una madre controladora. No es casualidad que en una época del crecimiento, caracterizada por la construcción de una identidad exclusiva, las preferencias, valores y gustos empiecen a disociarse del  “mandato materno”. Eso todos los adolescentes lo tienen claro. El problema es ¿qué hacer cuando esta situación genera conflicto?.

Dale un espacio en tu vida

Todos necesitamos sentirnos importantes en la vida de lo demás. Es un potente reforzador de nuestra imagen y nuestra autoestima, y la forma en la que una madre puede buscar ese refuerzo es queriendo ser partícipe de cada experiencia de tu vida.  Aunque haya una parcela “secreta” que reserves para tu intimidad, busca qué cosas todavía os unen y compártelas. Es una forma de paliar el “síndrome de abstinencia”, es decir, proporcionar  dosis de la droga de la comunicación. O dicho de otra forma, retirar-la (la droga) abruptamente solo generará una búsqueda cada vez mayor y más desesperada por compartir un espacio que quieres hacer tuyo.

 

Pide, pero no demasiado

En la adolescencia hay una constante lucha por conquistar libertades (quiero llegar más tarde a casa, quiero tener el móvil más tiempo, quiero salir más…).

El ser humano tiende a mantener la inercia, es decir, a que todo siga como hasta entonces, que nada cambie. Es nuestro lugar de “confort”. Nos cuesta menos asumir cambios pequeños que grandes cambios. Por tanto es más útil pedir llegar 15 minutos más tarde, que hora y media.  Está lejos de tu objetivo, pero te acerca un poco más a él.

 

Convierte el reproche en  necesidad

Los reproches del tipo “nunca me dejas hacer nada”, o las comparaciones como “las otras madres a mis amigos les dejan hacer…” suelen dar lugar a bucles de comunicación viciados y sin salida. La mejor manera de provocar la empatía del otro es hablar desde el sentimiento y el deseo: “me gustaría que me dejaras estar solo en mi habitación, necesito sentir que tengo intimidad”.

 

No caigas en las profecías autocumplidas

Cuando tenemos una expectativa frente a algo que creemos que va a suceder, lo más probable es que las decisiones que tomemos contribuyan a reforzar nuestra hipótesis. Si creas una imagen negativa de la otra persona (no se puede hablar con ella, no es capaz de comprenderme, para que me voy a molestar) probablemente tu actitud distante en algunos casos o desafiante en otros, como consecuencia de tu expectativa negativa, provoque la llamada profecía autocumplida: generarás en ella la misma reacción que tú mismo muestras y temías.

 

El voto de silencio no ayuda

Al igual que no memorizas la letra de una canción la primera vez que la escuchas, la expresión de tus necesidades o deseos no generan inmediatamente una asimilación, comprensión o “huella mnémica”.

Optar por guardar silencio de manera indiscriminada sobre la tesis de que “para que voy a hablar si no me entiende” es subestimar el poder la palabra.

Siempre es mejor comunicarse que entrar en un mutismo selectivo.

Premiar para reforzar conductas

Reforzar una conducta que queremos que se repita, es más efectivo que castigar una conducta que queremos extinguir.  Por tanto es más útil reforzar las concesiones que consigas (agradezco mucho que hoy me hayas dejado salir hasta más tarde) que sancionar las limitaciones (por tu culpa el otro día me perdí el concierto).

 

Psicóloga en Cáceres y Salamanca. Aurora Gardeta.