Los deseos de muerte coexisten entre nuestras emociones junto con los deseos de vida, al igual que los sentimientos de amor y odio que  forman parte de nuestras emociones. Muchos de nuestros instintos destructivos más primitivos son desplazados o sublimados en la vida adulta consecuencia de nuestro desarrollo en virtud de la adaptación social.

Algunos de ellos se mantienen en nuestra conciencia y son características que compartimos todos los seres humanos, como por ejemplo,  el atractivo por la muerte como fuente de nuestra curiosidad. La muerte es un misterio que  desconocemos y como tal nos atrae. Prueba de ello son las películas que consumimos donde la crueldad es la fuente de interés de la que se nutre su éxito, las novelas negras a las que nos aficionamos o las noticias que difunden los medios de comunicación explotando  su contenido morboso para aumentar las audiencias.

El ser humano necesita estar de forma permanente  inmerso en estímulos que le resulten excitantes y mantengan vivo al sujeto psíquico. Estos estímulos pueden ser diversos para cada uno de los sujetos y juegan un importante papel en la vida de la persona. Es  esa búsqueda de excitación la que nos distingue como sujetos individuales, pero, ¿en qué momento esa búsqueda de estímulos se  inclina hacia la destrucción?

Se empezará por centrar la atención en las personalidades psicopáticas, en un intento por comprender qué los hace diferentes. Nos enfrentamos  al deterioro más grave de las funciones del superyo que abre las puertas al comportamiento antisocial. La persona incapaz de experimentar un verdadero compromiso de amor con otro ser humano, no está coaccionado por los  remordimientos si se propone dañar, extorsionar o degradar, hasta el punto de sentirse  libre para acabar con la vida de otro.

Pero la ausencia de culpabilidad no se puede asumir como una característica definitoria de la personalidad psicopática. Aunque en algunos casos la incapacidad de amar y la ausencia de remordimientos se manifiesten de forma evidente como típicamente psicopáticas, se encuentran también síntomas ansiógenos o depresivos u otras señales neuróticas.

Si bien es cierto que la indiferencia ante el sufrimiento humano les permite perpetrar los crímenes más atroces, habrá que analizar si está o no acotada  a una esfera social tal como las figuras de autoridad, o un grupo minoritario ya sea este de carácter religioso, étnico, etc., y sin embargo se muestren intensos sentimientos de amor ante sus familiares, amigos o  grupo perteneciente.

Las fallas en los sentimientos de culpabilidad y de capacidad de amar no son los únicos elementos que crean problemas para hacer la diferencia entre las personalidades psicopáticas y el resto. Igualmente ocurre atendiendo al nivel más comportamental: no se puede definir al psicópata por sus actos destructivos porque no es el crimen quien define al criminal.

La exigencia histórica ha obligado durante años a cometer homicidios a personas que estaban muy lejos de responder a una caracteriología psicopática. Nadie se extraña  que en tiempos de guerra, cualquiera de los combatientes apretara el gatillo para dar muerte a otro ser humano. Claro está que en este caso el comportamiento criminal se justifica por la propia supervivencia, pero no faltan ejemplos para ilustrar otros casos en los que esta  condición no se cumple.

Recordemos el experimento de Stanley Milgran en el que participaron personas que en principio no pertenecían a ninguna categoría diagnóstica. Fueron capaces de infligir sufrimiento a otro ser humano por el simple hecho de formar parte de un experimento. Bajo el mandato del investigador, los sujetos experimentales propinaron descargas eléctricas a otros desconocidos siguiendo las instrucciones que se les indicaba, llegando  incluso a creer que la intensidad de dichas descargas podían provocar la muerte del sujeto.

Otra perspectiva a tener en cuenta  para escrutar la mente psicopática es si se puede tomar como genuina la dinámica individual que motiva sus comportamientos destructivos.

D.J.West en su libro la delincuencia juvenil propone un ejemplo: “el mismo hecho violento ha podido ser cometido por la liberación de una madre dominadora que sofoca sus aspiraciones masculinas, otro por estar supercompensándose un secreto sentimiento de ineptitud y otro por dirigir hacia adultos inocentes el odio que ha ido acumulando contra un padre cruel ante el cual no se atreve a manifestar sus sentimientos. Pero esto tampoco es suficiente porque cualquiera de estas reacciones a la presión puede ocurrir en una personalidad normal, neurótica o psicopática”

Bajo diferentes estructuras podemos encontrar los mismos comportamientos antisociales pero examinando a fondo se observa que tanto en la personalidad normal como en la neurótica, a diferencia del psicópata, se vive dentro de la ley y se acepta en la mayor parte de las facetas de la vida. Pero, producto de un conflicto interno e  inconsciente del que el sujeto no puede desprenderse, comete un acto delictivo -aun manteniéndose como una persona adaptada en el resto de ámbitos -. En vez de resolver las tensiones en forma de síntomas, aparece la conducta antisocial  como el acting out de la culpa inconsciente, esto es, entendida como el desplazamiento  a un nivel más aceptable que el que suscita la asunción de cargar con el peso del conflicto original.

Cualquiera es capaz de agredir o matar, aunque las razones sean muchas y muy diferentes, pero cuando el único propósito es el de lograr satisfacción, matar por el placer de hacer daño, cabe hacerse la pregunta de a quién y por qué.

En los homicidas, sobre todo cuando estos son capaces de matar a más de una persona, un fenómeno que se encuentra con frecuencia es el desplazamiento. Unas relaciones patológicas en el núcleo familiar, ya desde la infancia del individuo, empiezan a gestar  fantasías de venganza que responden a las representaciones internas de la persona con sus padres. La elección de la víctima para la descarga de crueldad está dentro de la triangularidad edípica, pero los actos se dirigen hacia otra/s persona/s.

El niño que creció en un ambiente hostil y negligente, no pudo más que mantenerse en una actitud masoquista frente a los cuidadores que más adelante se convertirá en hostilidad expresada hacia otras personas, siendo un reflejo de la crueldad sufrida.

Esta sumisión en las primeras  relaciones, fue la única salida tolerable. Se crea una identificación con un objeto cruel y despiadado interiorizando la agresión como la forma de relación con los demás.

Encontrar dificultades para  obtener el amor necesario del que sólo nos pueden proveer nuestros primeros cuidadores -sin los que no sobreviviríamos ante un mundo en el que nacemos indefensos- genera una frustración que es la antesala de los impulsos agresivos posteriores.

Sin embargo, no todos los que sufrieron esa infancia se convierten en seres despiadados y crueles en la vida adulta, porque se pueden compensar las carencias con relaciones afectivas y reparadoras con otras figuras diferentes a las primeras.

La persona que se encuentra en situación de manifestar su agresividad, no puede hacerlo libremente contra quien gestó los impulsos agresivos, sino que será necesario un desplazamiento hacia otras figuras diferentes a los agentes frustrantes, como se comentaba antes. Se busca un sustituto sobre el que descargar la violencia que puede adoptar múltiples formas como la del vandalismo. Aquí se dirige la destructividad hacia la propiedad ajena, que no es otra cosa más que una forma de revelación contra la autoridad, contra la ley, en última instancia, contra el padre que la representa.

Cuando hubo una relación afectiva suficiente, el miedo a la pérdida del  amor, es un poderoso incentivo para mantenerse en una posición de conformismo frente a las normas.

Pero cuando esto no ocurre, y por el contrario encontramos a unos padres hostiles, incoherentes en sus reacciones, alternativamente afectivos y punitivos ante la misma situación, el niño no interioriza las normas necesarias para su posterior funcionamiento.

El nivel comportamental de la frustración es una de las dos caras que presenta, es más, se podría decir que es el reflejo de lo que ocurre a un nivel más profundo. El odio expresado  mediante actos violentos esconde la inhabilidad para tolerar su frustración interna, dentro de una estructura formada por un yo débil, con una baja estimación y con unas defensas que se derrumban con facilidad.

Desafiar la ley en cualquiera de sus formas, a sabiendas del carácter punitivo asociado a su falta de cumplimiento y de los riesgos a los que se exponen al implicarse en situaciones peligrosas invita a reflexionar si la contrapartida al comportamiento externo  está relacionado con deseos inconscientes de sufrir.

En un estudio realizado en la Universidad de Columbia, los delincuentes mostraron una propensión a los accidentes dos veces mayor que los no delincuentes. Esto es muy significativo si se tiene en cuenta que la propensión a sufrir un accidente tiene su origen en inclinaciones masoquistas: gozar del dolor, sintiendo alivio con las desgracias porque inconscientemente creen merecerlas.

Hablar de un yo débil, con una historia infantil plagada de carencias afectivas – en la que seguramente la parte narcisista fue gravemente dañada y no pudo desarrollarse con normalidad- no sorprende encontrar su relación con rasgos masoquistas. Pero llevando  al límite las conclusiones,  si el delincuente dirige hacia el exterior el comportamiento destructivo cuando busca el castigo hacia sí mismo,  el homicida que dirige su deseo de muerte hacia los demás, ¿es un suicida inconsciente?

Para Abrahamsem, el deseo de muerte está dirigido originalmente contra el propio ego de la persona pero el homicida, temeroso de matarse a sí mismo, mata a otra persona en su lugar. Los impulsos homicidas y suicidas están entrelazados. También nos dice que en última instancia, cuando una persona recurre a la violencia, lo hace con el fin de obtener poder, que acrecienta su propia estimación fundamentalmente fincada en su identidad sexual.

La conexión que tiene el crimen con la sexualidad es otra reflexión necesaria para entender otro de los factores que influyen. A continuación se exponen  dos ideas acerca de esta cuestión:

Si entendemos el comportamiento sexual como una de las conductas menos pautadas y aprendidas, tal como lo entiende Erich From, el comportamiento sádico  en la intimidad, es un reflejo del carácter sádico de la personalidad, que aparece en las perversiones. Nos dice: «en ninguna esfera del comportamiento se manifiesta el carácter de una persona tan claramente como el acto sexual».

Esta correspondencia entre el comportamiento sádico sexual y rasgos sádicos del carácter, se aprecia con frecuencia en aquellos casos en que el atacante, no conforme con matar a su víctima, también la utiliza como objeto sexual al que violar, humillar y denigrar.

La relación  violencia vs sexualidad, no resulta difícil de imaginar si pensamos en la cantidad de parejas que resuelven sus disputas en la cama. La violencia es sustituida por el sexo y al revés.

De la misma manera que en las relaciones sexuales para que haya una posición, necesariamente se tiene que dar la otra, la violencia dentro de las parejas sentimentales se mantiene porque además de un agresor, hay una víctima.

En ningún momento se pretende justificar la violencia, ni la responsabilidad del homicida en su caso, sino simplemente plantear una breve reflexión al respecto.

Desde el comienzo de la  relación sentimental, los miembros de la pareja hacen una elección  de aspectos del otro que encajan con los intereses de uno y en esa elección se ponen en juego elementos inconscientes de cada integrante.

En una relación de maltrato, necesariamente tiene que existir una víctima dispuesta a sufrir: el autocastigo y la necesidad de experimentar daño predisponen a la búsqueda inconsciente de un amante sádico, con el que convertirse en víctima  de sus propias pulsiones, exponiéndose a situaciones peligrosas que conforman el equilibrio entre el que victimiza y el que tolera la victimización. Tanto uno como otro construyen la dinámica de la interacción emocional

Pero el que la víctima tenga un papel activo en su relación con el homicida, no ocurre siempre. Con frecuencia la víctima no es una persona conocida y la única implicación que tuvo  fue estar en el lugar inadecuado en el momento menos idóneo. En este caso: ¿cómo surge el crimen? Una posible explicación, parte de la aparición de emociones hostiles que comienzan a pujar por su realización. Si las defensas del individuo no son suficientes y la sublimación como vía de escape, fracasa, una dificultad externa puede convertirse en el detonante que facilite el paso de la fantasía al acto.

Para la siguiente descripción se han sacado fragmentos del libro de Robert Resller que pone como punto inicial la pérdida de empleo para ilustrar cómo se van sucediendo los hechos:

Los niños desviados, cuando entran en la adolescencia, con el inicio de la pubertad y la excitación sexual, se vuelven solitarios y agresivos, se sienten engañados por la sociedad y canalizan esa hostilidad hacia sus fantasías.

Ya en la vida adulta, se retraen hacia sí mismos centrándose en sus propios problemas, excluyendo todo lo demás y utilizando sus fantasías como la solución. Dichas fantasías  se caracterizan en ellos por tener elementos visuales fuertes y temas relacionados con la dominación, venganza, el acoso y el control.

Mientras una persona normal fantasea con aventuras sexuales donde la pareja imaginaria se divierta tanto como el que tiene la fantasía, el desviado relaciona el sexo con actos destructivos que incluyen degradar, humillar y dominar,  y cuanto más se divierten los asesinos más peligro corre la pareja imaginaria que  es despersonalizada, convirtiéndola en objeto.

En el fondo las conductas criminales son autodestructivas porque el asesino conoce que el crimen no está permitido y que quedará mal parado si es descubierto. Aun así, toda la experiencia acumulada en su vida le empuja a cruzar el umbral. Más tarde, llegará a creer que es invencible y que nunca será detenido.

La presión va aumentando a medida que se acerca el instante de cometer el acto violento. Aparece entonces una posible víctima, y el potencial asesino se convierte en asesino real. El asesino está a la vez asustado y emocionado. Durante el crimen ha experimentado una fuerte excitación y eso le ha gustado. Espera varios días temiendo ser detenido y castigado pero no sucede nada.

Lo más habitual es que después de cometer el primer asesinato su egocentrismo aumente y le lleve a creer que puede repetirlo con impunidad.  Enriquece sus fantasías con detalles del primer asesinato y empieza a construir el siguiente.

El primer crimen tenía algunos elementos de espontaneidad pero la próxima víctima será seleccionada más cuidadosamente, se ejecutará de un modo más experto y la víctima sufrirá más violencia.

El asesino en serie, tras cada crimen, piensa en cosas que podría haber hecho para que el asesinato hubiera sido más satisfactorio, y que les empujan a cometer el siguiente homicidio.

Aquí se relata el suceder de los hechos sobre la base de un homicida consciente de lo que hace, pero también hay estados que escapan al control de la persona y que pueden conducir a perpetrar un asesinato. La influencia de una enfermedad mental que haya mediado en el crimen -un psicótico que en pleno delirio agrede o mata a otra persona- al menos encuentra  solución en la medicina como vía de tratamiento a través de los neurolépticos, pero no corre la misma suerte el caso de las psicopatías, para las que no existe respuesta farmacológica.  Por lo pronto, sólo cabe plantearse como alternativa de tratamiento un encuadre terapéutico, y la pregunta entonces es si fuese posible abordarlo desde esta perspectiva.

El primer paso para crear una alianza terapéutica y un compromiso de trabajo pasa por el reconocimiento de que hay un problema que crea sufrimiento.

En las personalidades psicopáticas, la ausencia de malestar consciente es uno de los impedimentos para comenzar la terapia. Cuando además, el sujeto obtiene beneficio por la  falta de escrúpulos, de empatía, de sentimientos de culpa, etc., – generalmente laboral, que lo coloca en posición ventajosa respecto del resto- el trabajo terapéutico se hace inviable.

Es necesario que el paciente –en cierta medida- pueda hacerse responsable de lo que le ocurre,  de mantener en su vida relaciones sinceras y comprometidas, de construir una  moral y de tener una capacidad para la depresión y la culpa, pero sobre todo, de ser capaz de amar a los demás. La ausencia de la última en el adulto requiere de un aprendizaje que tuvo que darse en las primeras etapas en las que el niño, pasa del amor exclusivamente dedicado a uno mismo a convertirse en amor al otro.

Para kernberg, excepto en circunstancias poco usuales, el tratamiento está contraindicado para estos pacientes, principalmente en aquellos casos en los que el paciente antisocial muestra como elementos gratificantes las disposiciones sádicas de sus impulsos que pueden ser proyectadas en la trasferencia durante el proceso psicoterapéutico, menospreciando al terapeuta y manipulándolo, incluso haciéndole participe de las atrocidades cometidas o las que están por planear.

Como se comenta al comienzo del artículo, puede haber restos de estructuras neuróticas en el psicópata y es en esos resquicios donde podemos mantener la esperanza de que la agresión pueda ser sublimada en otros fines más adaptativos, si contamos con un superyo que condene las pulsiones.

Siempre que haya sufrimiento en el sujeto, la disposición al cambio permite un espacio de trabajo, y aunque en muchos de los casos no se haga consciente, los conflictos emocionales entre ellos son muy comunes.

Pero el que se desaten  antiguos conflictos no parece suficiente para entender que una persona lo resuelva mediante el homicidio. Quizás  la intervención de rasgos de la personalidad sádica, de una respuesta al interés por el sufrimiento ajeno y la búsqueda de angustia del otro

El sádico vierte su esfuerzo  en el control y la dominación de los objetos con fines sexuales. De nuevo se repite la conexión   entre la  sexualidad y la destrucción.

En el amor hay un  riesgo de ser rechazado por el otro y eso escapa al control del sádico que únicamente se siente cómodo allí donde puede ejercer su dominación. Por el contrario, aquello que le provoque incertidumbre, tambaleará su débil yo incapaz de soportar lo incierto. De igual manera que sucede con el amor, pasa  con lo nuevo, que  es temido y por tanto rechazado.- por ejemplo, la xenofobia motivada por temores sádicos que se convierten en odio u hostilidad hacia los extranjeros-

El sadismo encuentra múltiples vías para su expresión. La violencia física es una de las más crueles que adopta pero no hay que olvidar que a través de la palabra, también se satisface el impulso agresivo.

Para Stekel, el hombre normal disimula o sublima su crueldad infantil y se somete a las exigencias de la civilización; pero en su fuero íntimo, sigue siendo cruel.

¿Que pasaría si el ser humano no encontrara impedimentos en el mundo exterior y pudiéramos expresarnos con total impunidad?

El paso de la fantasía al acto no está separada más que por una delgada línea que no es fácil delimitar. No podemos separar las características individuales de la situación, ni tampoco sería posible hacer un análisis por separado de la influencia de uno y de otro.

La misma dificultad se presenta si caemos en la tentación de definir la mente asesina como parte constitutiva del individuo buscando la presencia o ausencia de componentes  representativos para establecer unas fronteras que no existen. No hay un perfil psicológico concreto, así que habrá que tener en cuenta el cúmulo de factores que influyen en cada caso.

Psicóloga en Cáceres y Salamanca. Aurora Gardeta.