Si te pregunto si te consideras una persona empática, capaz de sentir la alegría o la tristeza de los demás, esto es, ponerte en sus zapatos ¿que responderías?
A menos que pertenezcas al 1% de la población psicopática carente de esta sensibilidad, probablemente respondas de manera afirmativa sin pensarlo mucho. Sin embargo sabemos que la empatía no es binaria, no somos empáticos o no empáticos. La empatía admite grados y es cambiante.
Trata de recordar las dos últimas veces que alguien ha compartido contigo su sufrimiento por atravesar una situación difícil. Una vez has identificado qué personas fueron y qué era lo que te contaron, pregúntate: ¿cuál fue tu reacción emocional? Seguramente fue distinta.
Aunque la primera explicación que nos demos sea: el vínculo es desigual con ambas personas o el contenido de su relato no era el mismo, en realidad responde al comportamiento de la empatía: no solo cambia de unas personas a otras sino que a veces también cambia dentro de la misma. Me explico. Hay personas que cuando nos cuentan su dolor lo experimentamos en el mismo o similar grado que su portador sin embargo también nos sucede que otras al hablarnos de su malestar nos genera casi indiferencia. ¿por qué?
Resulta que la empatía guarda una relación asimétrica con la intensidad que envuelve las palabras. Es decir, vamos subiendo el voltaje emocional en consonancia con el narrador: si quien nos habla le quita importancia, nosotros también, si va aumentando la carga afectiva, la nuestra le acompaña. Pero llegado a un punto álgido, si la persona se excede, dramatiza o exagera su relato, nuestra empatía comienza a descender comportándose como una campana de gauss.
Ahí radica la clave que nos explica cómo a veces sin darnos cuenta ignoramos o relativizamos un problema ajeno, nos separamos emocionalmente, mientras que con otras que nos confían su historia nos sentimos parte de ella.
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